lunes, 2 de enero de 2012

Aguamarina.

 Se convierte en el Mediterráneo con el vapor de la ducha, el vaho en el espejo, los reflejos de la bombilla del techo.

Los azulejos del baño de mi abuela de ese azul verdoso -o verde azulado, según qué criterio- te sumergen en el lecho cercano del Mare Nostrum. Como si pudieras oler la sal dentro del agua cloreada, desde no tan lejos las caracolas de arena que bañan Grecia, Túnez, Italia te cuentan misterios y promesas, seduciendo a una pobre chiquilla de tierra adentro hacia sus profundidades.


Previsora, mi abuela -parida castellana- ha colocado un ramillete de espigas y espliego, una boya que canta con voz de dulzainas y polvo, trigos y frío burgalés, como un faro para los navegantes que se quieren equivocar de puerto, como un vestigio que no desaparece de Castilla, también a la vora del mar.

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