sábado, 7 de mayo de 2011

Tres de tres.

Tres de tres, pensaba el miércoles mientras daba puñetazos a la almohada. Así acaba la tarde: triple humillación, un cabreo considerable, me sentía despreciada, cansada y sobretodo enfurecida. Encerré mentalmente a los tres protagonistas causantes de mis desavenencias conmigo misma en una caja para golpearla con un mazo y toda mi rabia: algo estúpido e inservible, lo reconozco.
En fin, acabé tragándome las lágrimas y bajando a cenar con mi padre. En el fondo me disculpaba a mi misma ese ataque de furia, la víctima era yo, los imbéciles los otros. Sí, pero aun así, me dolía mucho aunque tratara de pretender mi superioridad. Entendía bastante poco. Gracias a Dios, esa noche tenía una cita. Fue al salir a las once menos algo hacia el coche, atravesando el jardín a oscuras. Atravesé la verja y me puse en medio de la carretera. Miré el cielo lleno de estrellas de primavera y comencé a comprender. La estúpida era yo. El resentimiento era absurdo. La desesperanza, más. El cielo bailaba para mí y quise llorar otra vez, pero ahora llena de regocijo. La noche no era fría y las estrellas me volvieron a recordar quién era realmente. Y me monté en el asiento del copiloto... Alguien me esperaba.

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