viernes, 1 de abril de 2011

La rutina también moja.

Las nueve y cuarto, no he cenado, tengo que ducharme, y no encuentro medias sin agujeros. Tendré que ponerme unos vaqueros, a ver ¿dónde he dejado la blusa beige?
Revuelvo las sábanas –la cama sin hacer – y solo encuentro el pijama que he tenido la decencia de no dejar en el suelo. Se cae el cinturón de la silla, y maldigo mis pérdidas de memoria a corto plazo ¡Tenia en la mano hace un momento los pendientes! La mesa llena de apuntes y libros se ríe de mí, y señala bajo el somier el fular gris y el jersey azul marino de cuello alto. Qué ciega, si he pasado por delante de la chaqueta cinco veces sin verla. Qué  boba, si ayer eché a lavar el niki negro. Y media, y tengo que ponerme las lentillas.
Cuando por fin entro a la ducha –después de haber subido y bajado tres veces a la habitación por haber olvidado los calcetines, la toalla, los botines – pienso en lo desastre que soy y en lo tendrá que soportar el pobre hombre que se case conmigo.
Acabo secándome el pelo en la cocina mientras unto pan en los huevos fritos y mi hermana protesta porque “ya ha comido mucha ensalada”. Mi madre me recuerda que salimos tarde y que no he estudiado nada desde que he llegado a casa. Subo las escaleras de dos en dos, porque tengo el móvil en la mesilla, y suspiro: 24 horas al día yo conmigo misma. Sinceramente, no sé como me aguanto.

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